EL LENGUAJE DEL ABANICO
En las presentaciones y clubs de lectura que hice de La joya de mi deseo cuando se publicó en 2013 y Libros de Seda la reeditó en 2015 me sorprendió que me preguntaran siempre por el lenguaje del abanico, ya que lo introduje en la novela en muy pocas escenas y solo para crear pequeños malentendidos entre los protagonistas. Luisa Estrada no conoce ese lenguaje y Álvaro Villanueva sí, lo que da lugar a que él interprete erróneamente algunos gestos inocentes de ella con ese accesorio tan de moda en el siglo XVII. Para mí era algo anecdótico mientras escribía, y estaba convencida de que así lo percibiría la lectora. Me equivoqué de lleno. Por lo visto, a la mayoría le llamó la atención y todas querían saber más sobre ese lenguaje que surgió a raíz de la dificultad de comunicación abierta entre mujeres y hombres cuando se hallaban en lugares públicos, fiestas o incluso en pequeñas reuniones.
En tiempos en que se educaba a la mujer para casarse y servir y obedecer únicamente al marido, y se la repudiaba o censuraba severamente si se relacionaba con otros hombres (tiempos que, en algunos lugares, llegan hasta el siglo XXI, por desgracia) se precisaba un código secreto para comunicarse. El abanico plegable era perfecto para inventar ese código y pronto se convirtió en un accesorio imprescindible para las damas, sobre todo en Italia, España, Francia e Inglaterra. Alcanzó máximo esplendor en el XVIII, y prueba de ello es que Isabel de Farnesio (segunda esposa de Felipe V) llegó a reunir una colección de más de 1600 abanicos. Su uso se extendió rápido entre las clases no privilegiadas y el código de comunicación adquirió una gran complejidad en el XIX.
Si buscas en la red, verás infinidad de artículos en webs y blogs sobre el lenguaje del abanico o campiología, como se le llama al estudio de este código, pero hay pocos libros (o yo no los he encontrado). Como la información que me ofrecían esos artículos variaba bastante en cuanto al significado de los gestos y posiciones del abanico, elegí los que más o menos coincidían y de los que tenía constancia (por la literatura de la época) que se utilizaban en el Madrid del Siglo de Oro.
Supongo que esa falta de coincidencia en los significados se debe a que el lenguaje del abanico se fue ampliando y sofisticando con el paso de los años, y que cada artículo recoge los que más le han gustado a quien lo escribió al buscar información sobre ellos, sin pararse a pensar en si eran los establecidos en el XVII o en el XIX. Tampoco yo puedo asegurarte en qué momento se usaron los que he seleccionado para ti (salvo los que utiliza Luisa Estrada sin saberlo) y que son:
Apoyar el abanico a medio abrir sobre los labios: Puedes besarme.
Apoyarlo cerrado sobre la mejilla: Sí (sobre la derecha) No (sobre la izquierda).
Rozar con el dedo el borde superior del abanico: Desearía hablar contigo.
Tocar las varillas responde a la pregunta: ¿A que hora? (el número de varillas que tocas lo indica).
Un golpe con el abanico sobre un objeto o una mano: Estoy impaciente.
Golpearlo, cerrado, sobre la mano izquierda: Escríbeme.
Abanicarse despacio: Estoy casada.
Abanicarse rápidamente: Te amo con intensidad.
Abrirlo despacio: Espérame.
Abrirlo y cerrarlo rápidamente: Cuidado, estoy comprometida.
Taparse la boca con el abanico abierto: Estoy sola.
Sostenerlo cerrado con la mano izquierda delante del rostro: Quiero conocerte.
Taparse el sol con el abanico: No me interesas.
Cubrirse la oreja izquierda con el abanico abierto: No reveles nuestro secreto.
Deslizarlo cerrado sobre los ojos: Vete, por favor, lo siento.
Cerrarlo delante de los ojos: ¿Cuando te puedo ver?
Prestarlo a una acompañante: Lo nuestro se acabó.
Hay muchos, muchos más, y me pregunto qué habría hecho yo si hubiera nacido, por ejemplo, en el siglo XIX y me hubiera tocado aprender el lenguaje del abanico, porque con la memoria que tengo… Seguro que me confundiría con los gestos y acabaría metiéndome en un buen lío. Simplemente, con el calor que hizo el verano pasado y la cantidad de veces que me abaniqué rápidamente frente a amigos y desconocidos…
Por cierto, a mí me encantan los abanicos. Aunque no los colecciono, tengo unos cuantos, y me pasa igual que con los libros: cuando veo uno que me atrae, no puedo evitar comprarlo.
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