COMER BARRO: una moda del Siglo de Oro
Sí, tal como lo has leído: comer barro estuvo de moda en los siglos XVI y XVII. Pero solo entre las mujeres, sobre todo las que pertenecían a la nobleza. Hay constantes referencias literarias a este hábito femenino en obras de Lope de Vega, Quevedo o Calderón de la Barca y en crónicas de la época.
Pero… ¿por qué comían barro? Pues porque resultaba un anticonceptivo muy eficaz y además, favorecía la extrema delgadez y aclaraba la piel hasta el tono blanquecino, dos exigencias de los cánones de belleza que regían por aquel entonces. Y funcionaba. Como anticonceptivo, porque la ingesta de arcilla provoca lo que se conoce como “opilación”, una obstrucción intestinal que conlleva una importante disminución o la interrupción total del flujo menstrual, lo que dificulta quedarse embarazada. Algunas mujeres también utilizaban este método para regular los períodos (a los que llamaban finamente “calendas purpúreas”) abundantes en exceso.
La palidez y el adelgazamiento se debían a la pérdida de hierro que sufre el cuerpo con esta práctica llamada bucarofagia.
El nombre deriva de las pequeñas vasijas que las damas comían: los búcaros. La finalidad de estos recipientes de barro rojizo y paredes muy finas era contener agua perfumada y enfriarla. Servía tanto para aromatizar el ambiente como para tomarla y así, refrescarse un poco. Una vez consumido el líquido que contenían, se comían el búcaro a pequeños mordiscos. Para ellas, era como una golosina.
Los búcaros más demandados eran los que procedían de Estremoz (Portugal) de Salvatierra de los Barros (Badajoz) de Garrovillas (Cáceres) y los que traían de Jalisco (México) mercaderes especializados.
Lo habitual era consumir una jarrita al día similar a la que pintó Velázquez en "Las Meninas" (1656).
En este detalle, que quedó a la vista tras la restauración de la pintura realizada en 1984, se observa que la infanta Margarita recibe de la “menina” (dama de compañía adolescente) doña María Agustina Sarmiento de Sotomayor un búcaro. Se supone que con agua perfumada para refrescarse o incluso para aclarar su tez. Otra interpretación apunta que la infanta pudo ser víctima del síndrome de McCune-Albright o pubertad precoz, con frecuentes y muy abundantes menstruaciones desde su infancia que podrían haber sido tratadas con el consumo de barro, y de ahí que el búcaro centralice la composición. En mi opinión, es una teoría un tanto rebuscada, ya que la niña del cuadro tenía solo 5 años.
El origen de este hábito debemos buscarlo en la ingestión de tierra y arcilla en su estado natural, también conocida como geofagia, que ya practicaban los persas. La arcilla de Jurasán, por ejemplo, se usaba como tratamiento astringente y antidiarreico. También en Al-Ándalus, en el siglo X, tomaban arcillas con fines medicinales, y probablemente fue esa costumbre de las tierras del sur de la península la que derivó en la bucarofagia de las damas pudientes del Siglo de Oro. Equivocadamente, pues los efectos de las arcillas medicinales son distintos a los del barro cocido de un búcaro.
También en los conventos se extendió esta práctica. Una cronista de aquel tiempo, Sor Estefanía de la Encarnación, escribió en 1631:
"...como lo había visto comer [el barro] en casa de la marquesa de La Laguna, dio en parecerme bien y en desear probarlo. (…) Un año entero me costó quitarme de ese vicio. (…) Durante ese tiempo fue cuando vi a Dios con más claridad".
Y es que la bucarofagia también tenía efectos psicotrópicos, provocando alucinaciones y un estado muy placentero que creaba dependencia en las consumidoras.
Los hombres la consideraban una moda perniciosa y frívola. Y perniciosa lo era, desde luego. Comer barro con regularidad podía llegar a afectar más de lo esperado y que el blanco que se pretendía adquirir en la tez mutara en un amarillo enfermizo a causa de otros elementos tóxicos para el organismo que el búcaro contiene, como el plomo y el arsénico.
Para evitar ese peligro, así como para contrarrestar la pérdida de hierro, se buscó un remedio curioso: tomar agua acerada, es decir, agua en la que se había hundido una barra de hierro candente. Era igualmente recomendada el agua ferruginosa de la Fuente del Acero, próxima al río Manzanares, y había quien ingería directamente pequeñas partículas de hierro.
Tal vez el remedio fuera peor que la enfermedad, y así lo cree Elena, la protagonista de La magia del corazón, que ha sido testigo durante años de ese peligroso hábito entre las damas de la corte. Si ella se arriesga o no a adquirirlo, dejaré que lo descubras al leer la novela.
Gracias por leer este post y... La magia del corazón, si te animas.